
Además,
las cosas importantes el niño no las aprende en la escuela. Pero la
cuestión no estriba en lo que el niño aprenda, sino en impedir que
aprenda lo que quiera, cuando quiera y como quiera. Se trata de impedir,
como ya dijo Einstein, que desarrolle su propia curiosidad, su propio
interés por las cosas. La escuela tiene por cometido continuar el
control minucioso de cada niño que sus padres solos no pueden realizar;
se les impone la obligación de asistir a clases, que cubren, hora a hora
la mayor parte del día. En cada hora de clase tienen unos deberes que
hacer, unos cuadernos que presentar, unas lecciones que repetir de
memoria. En ninguna cárcel se ejerce semejante control sobre un adulto.
Ningún adulto tiene tan definidas todas las horas de sus días como las
tienen los niños; ni en la peor de las cadenas de producción.>>

Antes
de que los niños empiecen a gatear, la guerra ya está establecida; se
ha desencadenado la espiral de la represión de los adultos y de la
resistencia de los niños. Los padres tienen que levantarse temprano para
ir a trabajar, tienen sueño, están cansados. Lo más probable es que no
se den cuenta de lo que están haciendo y que piensen, según el credo en
vigor, que lo que ocurre es que los niños son así, dan guerra, son
malos. No ven que los berrinches de sus bebes son la manera que tienen
de protestar por lo que les hacen; no se dan cuenta porque piensan que
ellos están haciendo lo que hay que hacer. Empiezan poco a poco a
albergar resentimiento y rencor contra quien les ha trastocado su vida y
traido tanto “trabajo”. El bebé parece el “culpable”, el que ha
originado la situación. Es preciso insistir en que el bebé no ha
originado la situación; que la sociedad adulta es quien ha eliminado el
espacio social necesario para la crianza de las criaturas humanas,
haciendo ver que es compatible con el trabajo fuera de casa de los
padres, etc. Desgraciadamente pocas madres y padres se cuestionan el
orden doméstico y social establecido y por eso se razona la situación de
términos de “la guerra que dan los niños”. De este modo se refuerza la
espiral: hay que acostumbrarles a nuestros horarios, a nuestras
costumbres, pues la madre ha de volver enseguida al lecho conyugal, al
trabajo doméstico e incluso al trabajo fuera de casa; por eso no hay que
mimarles demasiado, tienen que ir aprendiendo.
Cuando los bebés
empiezan a tener alguna autonomía (gatear, dirigir las manos, andar)
despliegan una enorme vitalidad; ganas de descubrir, de conocer, de
moverse, de tocar, de ver rodar las cosas; y enormes son las medidas que
toman los adultos para prohibírselo: meten a los bebés en cunas y
parques con barrotes, pequeñas cárceles imprescindibles en los hogares
occidentales donde las madres no llevan a los niños colgados en sus
cuerpos y donde nada, ni las casas ni la calle, están hechas tomando en
consideración las necesidades de las criaturas, sino a la medida del
mundo adulto. Las casas se preparan para que los niños no puedan jugar
ni moverse; no pueden pintar paredes ni gatear por toda la casa, ni
tirar los ceniceros de porcelana ni manchar las tapicerias de los
tresillos. ¡Con lo que nos ha costado tener el piso y amueblarlo! Para
cada nueva iniciativa hay un “no” que espera. Así, poco a poco se va
reprimiendo la vitalidad de cada criatura. Algo se le coge en brazos,
algo se le deja gatear, algo se le deja pintar, algo se le deja coger
(esos “algos” son los objetos de estudio de los pedagogos y psicólogos),
algo hay que dejarles porque sino se morirían del todo, y de eso no se
trata (al menos en lo que respecta a la mayoría de nuestros niños
occidentales) sino de asegurar su supervivencia recortando su vitalidad,
modelándola y orientándola hacia la sumisión y la adultez patriarcal.
No
hace falta ser un psicópata malvado. La violencia contra los niños es
la única permitida por ley y por las costumbres. Los conceptos de
“educación” y de “protección” cubren el autoengaño: se dice que no se
puede dejar que los niños hagan lo que quieren porque se harían daño;
las prohibiciones son, pues, inevitables. Por ejemplo, hay que poner
barrotes en las cunas para que los niños no se caigan. Pero, ¡es tan
sumamente fácil poner una cama a ras del suelo! ¿Es por casualidad que a
nadie se le ha ocurrido? No, no lo es. F. Dolto también ha
desenmascarado esta justificación de la represión de los niños,
demostrando que con las prohibiciones habituales un niño pierde
seguridad, pues se le impide aprender las cosas de este mundo con las
que tiene que convivir, eso precisamente es lo que le hace vulnerable.
En lugar de ir adquiriendo autonomía, se les va atontando,
infantilizando para poder ser manipulables por los adultos: antes que
nada se trata de poder llevarles a donde los adultos quieren. Si
renegásemos de la autoridad, del poder fáctico que los adultos tenemos
sobre los niños en esta sociedad, sustituiríamos la prohibición con la
información, como haríamos con un visitante adulto al que no
consideráramos inferior que llegase a nuestra casa o a nuestra ciudad y
que desconociese cómo funcionan las cosas. ¡Qué distinta actitud!
Ayudarles a descubrir y a conocer el mundo en el que van a vivir. Esta
es otra manera de defender a los niños intentando reducir el anchísimo
campo de prohibiciones que le espera.
Según las circunstancias (el
grado de resignación de la etapa bebé, el grado de trabajo de los
padres y la dosis de agresividad en reserva interiorizada que tienen,
etc) se van definiendo las trincheras y las líneas del frente: los
espacios, los tiempos, las comidas, la compañía que se asigna a cada
niño, los “algos” que se pactan para su supervivencia y entorno a los
cuales se libran las batallas cotidianas cada vez que el niño muestra su
inconformidad con los límites y los cercos que se le ponen.
Cuando
los niños empiezan a hablar, a las barreras físicas se le añaden
barreras verbales: amenazas, chantajes, desprecios; consiguen
humillarles, asustarles, frenarles tanto como los barrotes de los
parques o de las cunas y las correas de las sillitas. Hasta para
dormirles se les amenaza metiéndoles miedo, cantando nanas que dicen que
van a venir “cocos” que se los van a llevar. El miedo y la humillación
conducen a la auto-represión, que es más eficaz y más imprescindible que
la represión exterior.
!Cállate y come! ¡Estate quieto! ¡Eres
tonto! ¡Como no dejes de llorar te voy a dar! ¡Se lo voy a decir a tu
padre! ¡Vete ahora mismo a la cama! ¡Obedece ahora mismo! ¡Eres
inaguantable! ¡Ya no te quiero! ¿A dónde vas? ¿De dónde vienes? ¿Dónde
te habías metido? ¿Cuántas veces tengo que decirte que te laves las
manos? ¡ Lárgate de mi vista! ¡Eres peor que un hijo tonto! ¡Qué ganas
tengo de que crezcas!
Los niños aprenden de sus mayores las reglas
del juego. Las técnicas de lucha. Y si no se les ha resignado demasiado
en la etapa primal, serán niños malos a los que se les reñirá,
castigará y pegará con frecuencia. Como todavía tienen mucha imaginación
no cesan de inventar “diabluras” y travesuras para afirmar su dignidad y
desahogar la cólera.
Pero no se puede observar el comportamiento
de un niño aisladamente de todo su proceso. El niño lleva luchando por
su vida desde que nace contra los adultos y contra el orden establecido
por esos adultos. Lleva ya dentro mucha rabia contenida. Desde que nace
ha sido arrastrado a la espiral de la violencia originada por los
adultos. Un niño “malo” es un niño rebelde y un niño “bueno” es un niño
obediente a los adultos. No podemos olvidar en ningún caso esta
ecuación.
Tampoco es una guerra en igualdad de condiciones. Los
adultos tienen el poder y, en cualquier terreno en el que se plantee la
lucha, siempre llevan las de ganar. Desde el poder para decidir lo que
van a hacer cada día, cada mes, cada año (despertarse, dormir, comer,
lavarse, ir a la guardería, ir al colegio, ir los domingos a tal sitio,
ir de vacaciones a tal otro...), el poder para obligarles, para
castigarles, para pegarles... Tienen el poder y todas las armas. Los
malos tratos a los niños fueron recogidos en el I Congreso de la
Infancia Maltratada, de mayo de 1989, dando para el Estado español la
cifra de cuatro mil niños muertos al año (once diarios), amén de una
increíble cifra de niños con heridas graves que no mueren; según
diferentes congresos de enfermería, medio millón de niños sufren malos
tratos en nuestro país (Integral (15) 495).
Esta represión y esta
situación de violencia generalizada contra los niños no sería posible
sin la complicidad de toda la sociedad adulta; sin ese pacto adulto
tácito que todos suscribimos cuando alcanzamos la madurez. Aunque no
tengamos hijos o niños directamente a nuestro cargo, todos somos
culpables por omisión.
Precisamente, lo más terrible de la
represión que sufren los niños es la soledad, el no tener a nadie de su
parte, que les dé seguridad interior, que les diga que sus padres son
unos cabrones y que él no se merece lo que le hacen. Es el testigo que
pide Alice Miller para salvar al niño. Porque si el niño acepta la
represión como un bien que le hacen no se le permite ni siquiera esa
rebeldía interior que podría salvarle. En todas las civilizaciones
existe un Cuarto Mandamiento que sacraliza a los padres (y a aquellos
adultos en quienes los padres deleguen circunstancialmente su poder)
para asegurar la obediencia y la aceptación de la represión. Esta
sacralización hace que incluso los hijos encubran los malos tratos que
les infligen sus padres para preservar su imagen exterior.
”Algunos
secretos tienes que desvelarlos” reza el slogan de la campaña que ha
lanzado un “teléfono del niño” en Holanda: cuarenta y cinco mil llamadas
en 1991, más de cien diarias, de las cuales veinticinco mil relataban
problemas acuciantes. En ocasiones el niño no podía articular palabra y
sólo podía dar golpecitos con el auricular (dos para un sí y tres para
un no). “cuando por fin verbalizaban su situación, mostraban sobre todo
miedo a no ser querido y temor al responsable de la violencia, el padre
(sesenta por ciento), la madre (treinta y cinco por ciento) e incluso
hermanos y tíos.” (El País, 2-4-92).
La carencia de afecto y de
cariño que arrastra el niño, desde que es separado de la madre al nacer,
es una pieza clave del sistema. No es sólo una represión que se impone;
es una vitalidad que no se deja crecer. La necesidad de cariño en los
niños no está falseada con la película del amor entre la pareja como
sucede en los adultos, que proyectan de ese modo todas sus necesidades
de afecto, incluida su carencia más primaria. El niño busca cariño en
todas partes, en todo su entorno. Necesita ser querido y aceptado para
calmar su herida. Y esta necesidad es utilizada vilmente por los adultos
para hacer al niño todo tipo de chantajes y humillaciones y para
atemorizarle. Este mecanismo es más eficaz que los castigos y las
palizas.
Pero además de la familia está la escuela, que es la
segunda institución de represión de las criaturas. La familia no basta.
Desde el siglo XVII, la familia no basta. Los tiempos corren; vienen las
declaraciones de los derechos humanos, la Ilustración, la revolución
francesa... a grandes palabras de libertad se hacen necesarias grandes
mentiras... Los métodos de sometimiento cambian. Las cadenas de hierro
se cambian por el sistema de creencias que hay que inculcar. Por otra
parte, la revolución industrial exige disciplina... ¡La escuela! ¡Que
gran invento para matar todos los pájaros de un tiro, y encima en nombre
de la cultura y de la ilustración!
La misión de la escuela es
inculcar la disciplina y una determinada manera de ver la historia y las
cosas; es decir, la filosofía de la sociedad patriarcal. Las materias
que se imparten son un medio para lograr estos fines. Pues está
demostrado que toda la materia que se imparte durante los ocho años de
la EGB se podría aprender a los catorce años en unos meses. Además, las
cosas importantes el niño no las aprende en la escuela. Pero la cuestión
no estriba en lo que el niño aprenda, sino en impedir que aprenda lo
que quiera, cuando quiera y como quiera. Se trata de impedir, como ya
dijo Einstein, que desarrolle su propia curiosidad, su propio interés
por las cosas.
La escuela tiene por cometido continuar el control
minucioso de cada niño que sus padres solos no pueden realizar; se les
impone la obligación de asistir a clases, que cubren, hora a hora la
mayor parte del día. En cada hora de clase tienen unos deberes que
hacer, unos cuadernos que presentar, unas lecciones que repetir de
memoria. En ninguna cárcel se ejerce semejante control sobre un adulto.
Ningún adulto tiene tan definidas todas las horas de sus días como las
tienen los niños; ni en la peor de las cadenas de producción. Porque
salen de la escuela, y en casa tienen que seguir haciendo deberes o
yendo a tal clase extra que los padres le han puesto. En la
desesperación un adulto puede mandar a la mierda un trabajo o a su
cónyuge. Pero un niño desesperado no tiene opción a dejar a sus padres o
a dejar la escuela aunque los padres o el maestro le peguen o le
humillen continuamente. En cuanto a los rendimientos “ningún adulto
soportaría el trance de ser calificado regularmente y examinado por lo
menos una vez al año”, según el jefe de la Unidad de Psiquiatría
infanto-juvenil del hospital del Niño Jesús de Madrid.
Los niños
se encuentran con todas las puertas cerradas con demasiada frecuencia y
sin nadie a quien pedir ayuda. El número de llamadas al Teléfono del
Niño en Holanda y las cifras de suicidios escolares son prueba de ello:
el suicidio es la tercera causa de muerte en niños y adolescentes.
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