Este trabajo de Marcos Santos Gómez, De la Verticalidad a la Horizontalidad (pdf), aboga por una educación entendida como labor emancipadora. Si ésta persigue la autonomía del educando, contra algunas realidades opresivas, habría de apuntar a un cierto tipo de persona y de sociedad. Para perfilar esta idea, se comparan dos formas de estar en el mundo y de relación entre las personas. La primera denominada “verticalidad”, implica la estratificación social junto con una dinámica psíquica que tiende a jerarquizar a las personas según escalas interiorizadas por el individuo a través de la educación reproductora. Se destaca su fuerte carácter alienante y opresor. A ella, se confronta una segunda perspectiva, denominada “horizontalidad”, porque supone un modelo de sociedad fraternal e igualitaria, pero que sobre todo implica un nuevo modo “respetuoso” de entender la relación con el otro. Sería la consecución de esta apertura hacia el prójimo, asumida por el individuo y las estructuras sociales, el objetivo de toda educación que pretenda ser emancipadora, ya que sólo desde dicha disposición receptiva se favorecería el surgimiento de individuos autónomos.

La
verticalidad como manera de pensar y percibir la realidad es, desde
luego, una ideología, en tanto que pensamiento legitimador de una
sociedad caracterizada por la escisión y separación entre sus miembros.
Implica la ordenación, a menudo inconsciente, que el sujeto hace de las
demás personas, una ordenación vertical en la que se sitúa a él y a los
demás en una escala de arribas y abajos. Por eso, el sujeto se torna
competitivo, rivalizando con el otro y cosificándolo, en la medida en
que lo considera sólo según su situación respecto a los grados o
escalones de la jerarquía interiorizada. Según esto, la persona del otro
tiende a tratarse como un objeto. El sujeto inscrito en la verticalidad
filtra y elimina todo lo humano presente en el prójimo y se queda con
el tipo o etiqueta que lo clasifica. La verticalidad implica, por tanto,
un tipo de mirada superficial por la que los sujetos se acorazan en los
clichés que los sitúan y legitiman en el status deseado. En este
sentido, la vida humana y las relaciones sociales se convierten en una
búsqueda de avales que justifiquen la posición del sujeto en un escalón
elevado, dentro de la escala asumida. Se desea dicha aprobación desde lo
más profundo del individuo. Por eso, las relaciones humanas se
convierten en un patológico juego de sumisión y dominio, en un proceso
cuyo fundamento es el ejercicio del dominio y del poder.
Es decir, la persona vertical ha colocado su voluntad en manos de los otros, erigidos en jueces de la propia valía.
Así pues, esta persona que asume las escalas sociales en lo más profundo de su carácter y se identifica con ellas está alienada. Es
decir, se necesita una situación de igualdad y confianza que no coarte
la libre expresión de cada existencia, en la que nadie tema ser él mismo
u obligue al otro a mostrarse de manera falsa. Se precisa un tipo de
relación horizontal para que los hombres, al comunicarse, se expresen y crezcan.
La
horizontalidad aparecería en este contexto como la disposición a
escuchar al otro, aceptando la transformación que nos provoca. Por eso,
al desaparecer las concepciones inmovilistas de la cultura y aceptar su
continuo progreso, sin miedo al extranjero que cuestiona nuestro mundo,
se facilita que éste se exprese y aporte. La horizontalidad permite la
participación común en una cultura que, hecha por todos, no se detiene
en ninguna forma predeterminada. Se asume que la cultura está siendo, en
permanente proceso de reconstrucción.
Además, el grupo
fraternal actúa como colchón de los malestares y continuamente
revitaliza a sus miembros. Ya no es el amenazador conjunto de los otros
hombres que se percibe desde la verticalidad. Al contrario, lo
importante para la persona libre de la coacción vertical es la creación
colectiva, el proceso de construcción mutua y transformación. Y Freire,
que sabe esto, contra toda apariencia, es muy realista. No nos habla de
castillos en el aire cuando nos describe el dinamismo de la realidad y
el carácter inacabado e histórico del hombre, proyectando desde ahí su
pedagogía de la liberación. Se trata precisamente de un encuentro con la
realidad, lejos de las figuraciones que nos han engañado demasiado
tiempo, además de haber causado un enorme sufrimiento. Y es justo
por ese sufrimiento, que habríamos de tomar en serio, de una vez, el
encuentro con nuestra responsabilidad para recrear juntos la cultura, en
un permanente proceso. En la horizontalidad liberadora la persona ya no
combate con la realidad ni trata de forzarla como si fuera algo ajeno y
extraño, sino que la asume y forma parte de ella, realizándose como ser
humano y dando rienda suelta a su amor olvidado.
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