martes, 6 de octubre de 2020

Piojos

 


Un grupo de niños piojosos, entre bromas y a modo de burla, planteó al gran Homero un acertijo que le dejó perplejo. Venía a decir algo así: cuantos conocemos y aprehendemos esos dejamos atrás, los que ni conocemos ni aprendemos, esos llevamos encima. La aparente contradicción sintonizaría con los planteamientos terapéuticos del psicoanálisis. Elevar al plano consciente algo que opera a nivel inconsciente es el camino de la sanación. Lo que conozco, lo miro de frente, me hago cargo de ello, lo que no sé, opera en mí a mis espaldas. De esta suerte, los males del alma como los piojos, pican en tanto que nos son desconocidos, una vez localizados, estaríamos en disposición de librarnos de ellos, arrancarlos y desecharlos. Una trivialización y distorsión de este postulado del análisis se ha extendido a un sinfín de escuelas, recetarios y manuales de autoayuda que por su presencia y profusión en los estantes de las librerías deben venderse a porrillo. Sea usted consciente, lleve una vida plena. Muchos de estos discursos beben en espiritualismos nueva era y otras yerbas gnósticas que nos ofrecen transitar un camino ascendente hacia mayores grados de conciencia y por tanto de bienestar. Poco nos importa ahora de estos discursos que tengan alguna o nula validez, para nuestro propósito es indiferente que sean útiles guías para ir tirando basadas en planteamientos científicos asentados, o potajes indigestos de agarrarse los machos. Lo que aquí nos interesa es eso de que se postule la realización personal mediante la elevación de la conciencia como el camino hacia la libertad, la bondad, la sabiduría, la salud, en definitiva, la llave de la felicidad.

Lo que aquí intentamos cuestionar es precisamente esta pretensión personal. La pretensión de alcanzar individualmente la felicidad por el camino de la expansión de la conciencia y la auto realización. Lo primero que se nos plantea es que si hay tantos gurús, terapeutas, guías o coaches ofreciendo la misma mercancía es porque la demanda debe ser alta, y quien demanda su libertad, su bondad, su sabiduría, su salud y su felicidad, es porque se sospecha esclavo, malvado, ignorante, enfermo e infeliz. Quizá no sepa en qué consisten su esclavitud, su inmoralidad, su ignorancia, su enfermedad e infelicidad, pero sabe que carece de sus contrarios, y por eso los busca. Pero si volvemos a los críos cargados de piojos por cuyas bocas habló a Homero la sabiduría, de lo que se trataría es de conocer y aprehender no aquello que anhelamos, un cabello limpio y libre de piojos, si no los piojos mismos.

Porque nos tememos que pudiera ocurrir lo siguiente, que pretendiéndose uno cada vez más libre, creyéndose cada vez más bueno, pensándose cada vez más sabio, sabiéndose cada vez más sano, siendo cada vez más feliz, no estuviera precisamente impidiéndose conocer y aprehender su servidumbre, su fariseísmo, su ignorancia, su malestar y su desdicha. Sócrates mostró que la verdadera ignorancia era la pretensión de saber. Goethe recordaba que nadie hay más desamparadamente esclavo que el que erróneamente se considera libre. Sartre plantea si se puede ser moralmente bueno en un mundo estructuralmente malo. Un aforismo de Krisnamurti dice que lograr adaptarse a un mundo enfermo no puede considerarse el patrón de la salud. ¿Y si fuera así? ¿Y si la verdadera esclavitud fuese la pretensión de libertad? ¿y si la verdadera ignorancia nunca dejó de ser la pretensión de saber? ¿Y si la enfermedad fuera precisamente alcanzar la salud? ¿Y si la bondad moral de los buenos y justos constituyese la máxima perversión?

Pensamos que el problema aparentemente dialéctico de cómo una cosa en verdad es su contrario puede esclarecerse quizá tomando en cuenta lo siguiente: Si la esclavitud, la enfermedad, la ignorancia y la maldad son fenómenos sociales, que se construyen en la forma en la que los animales humanos nos relacionamos y organizamos, la búsqueda de la libertad, el saber, la salud, el bien y la justicia, deben tener el mismo sujeto que sus contrarios, las relaciones humanas, no los individuos concretos.

Sin embargo, es hoy ampliamente aceptado y parece formar parte tanto del sentido común vulgar, como de supuestos discursos positivos cientificistas, que el átomo de la sociedad, la pieza cuyo estudio nos permite conocer el conjunto, es la persona, cada persona, que encarna al ser humano. Según este lugar común ideológico, va en nuestra naturaleza que cada uno de nosotros intente alcanzar el mayor provecho de cada situación vital, y una suerte de egoísmo racional y calculador sería el motor y la base de todo grupo humano, que andando la historia habría encontrado en la llamada sociedad de mercado, su realización más perfecta. Siendo así las cosas no es de extrañar que cada cual busque a su modo la manera de alcanzar dicha realización personal, lo que garantizaría la armonía social. Al fin y al cabo ya lo dice la sabiduría popular, todos estamos en el fondo solos y cada palo que aguante su vela.

Todos tenemos que buscarnos la vida y realizarnos, definirnos, trazar nuestro camino, nuestro currículum, nuestra carrera, nuestra felicidad, en nuestras manos está y el resultado plasmado en el éxito o fracaso social es manifestación de la esencia de cada cual realizada por su propia libertad y autonomía. Parece que el mandato conócete a ti mismo se hubiera convertido en no veas más allá de tus narices. Pero no nos queda más remedio, no. Nuestras sociedades han convertido a todo individuo en un sancristobalón vadeando el río con el peso del mundo a cuestas, sólo que cargados con la autorealización de nuestro destino no somos conscientes de que es el peso del mundo el que nos aplasta, es el propio mandato de autorealización que nuestro mundo nos impone a cada cual el que nos impide autorealizarnos y desplegar nuestras capacidades libremente en coordinación con los demás.

Por eso los niños cargados de piojos que hablaron a Homero son una potente metáfora – si bien uno puede percatarse y quitarse algún piojo de encima, despiojarse es una labor de reciprocidad, nos despiojamos, tú me despiojas a mi como yo te despiojo a ti, los niños se despiojan, usan la primera persona del plural. La desparasitación mutua es la base del grupo social, su cohesión, no la autorealización del individuo, la reciprocidad, no la salvación personal, nosotros, no yo. Es ahí, en ese gesto, donde podrían hallarse nuestra salud, nuestra verdad, nuestro bien, nuestra libertad. En tanto en cuanto, necesitaremos algo más de apoyo mutuo que de autoayuda para ir tirando.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Reconocer es reconocer del derecho o del revés.


Darle la vuelta a las cosas - ponerlas patas arriba, mirarlas del revés-, es un procedimiento común y fructífero de considerar desde otro ángulo los fenómenos, los problemas, la realidad; una estrategia, un truco para pensar desde fuera de la caja. Nada es lo mismo visto desde otra perspectiva. Según el Constructivismo - una de las corrientes psicológicas, epistemológicas y filosóficas más sugerentes de los últimos tiempos– el objeto conocido y el sujeto que lo conoce son entidades interdependientes en un proceso comunicativo de intercambio y manipulación de información, y en un sentido estrictamente literal, eso que llamamos realidad es en verdad una construcción comunicativa, simbólica, de los grupos humanos. Heinz von Foerster – uno de los padres del Constructivismo, científico investigador en el campo de la Cibernética y mago aficionado – consideraba que el realismo es la mera ilusión de que las observaciones pueden hacerse sin observador. Si aceptáramos esta tesis, que la realidad es un producto nuestro, dándole la vuelta a las cosas, valiéndonos del procedimiento retórico de la inversión, mirándolas del revés, estaríamos realmente, materialmente, transformándolas. A propósito de esto y de la palabra palíndroma del título venía a contaros una historia. 


 Un Profesor sustituto entra en un aula ingobernable. Los alumnos y las alumnas de quince años de un barrio pobre, conflictivo, desestructurado, le ignoran o amenazan, le retan o siguen indiferentes con sus juegos, cantos o riñas, negándose a prestarle ninguna atención. El profesor intenta de mil modos llegar a ellos, conversar con ellos, dar clase, hacer juntos algo de lo que se supone deben hacer, sin ningún éxito. En la pared, un gran letrero reza: todos los profesores tienen derecho a enseñar, todos los alumnos tienen derecho a aprender. Un día y otro día el profesor choca dolorosamente contra el muro de la insumisión de esos alumnos confinados en ese aula, en esa escuela, en ese barrio, en su pobreza y conflictividad; no puede quitarse el dichoso cartel de la cabeza; se le ha grabado con el fuego de la frustración y la impotencia. El tercer día entra en clase, y cuelga junto a él otro en el que puede leerse: todos los alumnos tienen derecho a enseñar, todos los profesores tienen derecho a aprender; y acto seguido se sienta en su mesa ignorando a los alumnos y se pone a leer con atención el libro que andaba leyendo: El paraíso perdido de Milton. De pronto se hace el silencio y rompen a llover las preguntas ¿no vas a intentar darnos clase? Indignación ¿Qué quiere decir ese cartel? curiosidad ¿Ese libro trata sobre el diablo? Interés. Y se anima una conversación en la que todos se involucran, también el profesor, y se quitan y se dan la razón con más orden del que se podría haber previsto intentando llegar a acuerdos: enseñar es un deber del profesor y aprender un deber del alumno, no son derechos, estamos obligados. Los profesores no aprenden y nosotros no enseñamos, quizá estaría bien que fuese así, que los profesores entraran a clase intentando aprender de sus alumnos y los alumnos intentando enseñar lo que les interesa a los profesores. Pero entonces habríamos cambiado los papeles y los profesores también tendrían derecho a enseñar y nosotros a aprender. Ya pero no sería un deber entonces, y ….¿podrías contarnos algo de lo que dice ese libro sobre el diablo? Claro, ¿Y vosotros qué me enseñareis a mí? - Dar la vuelta al cartel lo puso todo patas arriba y los días, pocos, que duró la sustitución, todos aprendieron y enseñaron algo y llevaron algo mejor el estar ahí, juntos, confinados en ese aula de esa escuela de ese barrio pobre y conflictivo. 

 Con la educación, padres, madres, maestros, profesoras, nos planteamos qué tenemos que enseñar, cómo tenemos que enseñar, qué tenemos que hacer con - y dar a - nuestros hijos o alumnos para que lleguen a ser de una determinada manera. Etimológicamente educar quiere decir conducir, llevar a alguien hasta algún lugar, y el pedagogo, en su origen, era la persona – normalmente un esclavo - encargada de llevar de la mano a algún lugar a los niños - ya que estamos a los infantes, etimológicamente los sin voz, a los que no se escucha pues no tienen poder para decidir o influir: el último eslabón en la cadena de mando. Llevar a alguien a algún lugar supone conocer el lugar al que se quiere ir y que aquel a quien llevamos lo desconoce. Desde este ángulo, niños y niñas deben ser formados, conducidos, dirigidos. Es lo habitual, en esto andamos. Pero, ¿Y si le diéramos la vuelta?


 Sé que parece increíble, pero todos los adultos hemos sido niños y niñas ¿Lo recordáis? Y todos los que ahora somos adultos hemos dejado de serlo de uno u otro modo, inevitablemente, aunque el niño y la niña que fuimos siga latiendo dentro de nosotros - débilmente en algunas ocasiones, con más fuerza en otros casos. Los niños y las niñas, cuando nacen, tienen la impresionante habilidad de aprender una infinidad de cosas, no sin esfuerzo, pero sí con una persistencia y pericia, con una determinación y aptitud, con una fluidez, que los mayores hemos perdido en gran medida. Sin ninguna instrucción específica las criaturas aprenden a voltearse, sostener su cabeza, erguirse, gatear, reptar, manipular, ensamblar, clasificar, caminar, hablar y volar a otros mundos con la imaginación. Sólo precisan de un entorno adecuado y de una relación de cariño con adultos que andan y hablan con ellos y les prestan atención. Adultos que hemos olvidado en gran medida eso que nos hace aprender y querer aprender, que nos hace querer poner en marcha todas nuestras capacidades y facultades y crecer y jugar y volar. Si le damos la vuelta, somos los adultos que tenemos el privilegio de llevar a niños y niñas de la mano quienes tenemos mucho que aprender de las criaturas y es mucho lo que ellas tienen que enseñarnos: los adultos tenemos mucho que re-conocer. Desde este ángulo, los pedagogos serán quienes acompañen a los niños y las niñas de la mano para descubrir a dónde nos quieren llevar, para recuperar quizás ese paraíso perdido, olvidado, de los orígenes, y que es en verdad el destino al que nos dirigimos ya que también le hemos dado la vuelta al camino. 


 En su libro Los niños primero, la escritora feminista Christiane Rochefort, utilizaba la siguiente fórmula para referirse a algo parecido a esto que refiero, a este posible mundo al revés que uno puede entrever si se pone a hacer el pino: Los adultos deberían rendir su poder a los niños, ponerlo a su servicio. Es una cuestión de enfoque, de perspectiva: esa rendición sería probablemente la mayor de nuestras victorias.