sábado, 12 de septiembre de 2020

Reconocer es reconocer del derecho o del revés.


Darle la vuelta a las cosas - ponerlas patas arriba, mirarlas del revés-, es un procedimiento común y fructífero de considerar desde otro ángulo los fenómenos, los problemas, la realidad; una estrategia, un truco para pensar desde fuera de la caja. Nada es lo mismo visto desde otra perspectiva. Según el Constructivismo - una de las corrientes psicológicas, epistemológicas y filosóficas más sugerentes de los últimos tiempos– el objeto conocido y el sujeto que lo conoce son entidades interdependientes en un proceso comunicativo de intercambio y manipulación de información, y en un sentido estrictamente literal, eso que llamamos realidad es en verdad una construcción comunicativa, simbólica, de los grupos humanos. Heinz von Foerster – uno de los padres del Constructivismo, científico investigador en el campo de la Cibernética y mago aficionado – consideraba que el realismo es la mera ilusión de que las observaciones pueden hacerse sin observador. Si aceptáramos esta tesis, que la realidad es un producto nuestro, dándole la vuelta a las cosas, valiéndonos del procedimiento retórico de la inversión, mirándolas del revés, estaríamos realmente, materialmente, transformándolas. A propósito de esto y de la palabra palíndroma del título venía a contaros una historia. 


 Un Profesor sustituto entra en un aula ingobernable. Los alumnos y las alumnas de quince años de un barrio pobre, conflictivo, desestructurado, le ignoran o amenazan, le retan o siguen indiferentes con sus juegos, cantos o riñas, negándose a prestarle ninguna atención. El profesor intenta de mil modos llegar a ellos, conversar con ellos, dar clase, hacer juntos algo de lo que se supone deben hacer, sin ningún éxito. En la pared, un gran letrero reza: todos los profesores tienen derecho a enseñar, todos los alumnos tienen derecho a aprender. Un día y otro día el profesor choca dolorosamente contra el muro de la insumisión de esos alumnos confinados en ese aula, en esa escuela, en ese barrio, en su pobreza y conflictividad; no puede quitarse el dichoso cartel de la cabeza; se le ha grabado con el fuego de la frustración y la impotencia. El tercer día entra en clase, y cuelga junto a él otro en el que puede leerse: todos los alumnos tienen derecho a enseñar, todos los profesores tienen derecho a aprender; y acto seguido se sienta en su mesa ignorando a los alumnos y se pone a leer con atención el libro que andaba leyendo: El paraíso perdido de Milton. De pronto se hace el silencio y rompen a llover las preguntas ¿no vas a intentar darnos clase? Indignación ¿Qué quiere decir ese cartel? curiosidad ¿Ese libro trata sobre el diablo? Interés. Y se anima una conversación en la que todos se involucran, también el profesor, y se quitan y se dan la razón con más orden del que se podría haber previsto intentando llegar a acuerdos: enseñar es un deber del profesor y aprender un deber del alumno, no son derechos, estamos obligados. Los profesores no aprenden y nosotros no enseñamos, quizá estaría bien que fuese así, que los profesores entraran a clase intentando aprender de sus alumnos y los alumnos intentando enseñar lo que les interesa a los profesores. Pero entonces habríamos cambiado los papeles y los profesores también tendrían derecho a enseñar y nosotros a aprender. Ya pero no sería un deber entonces, y ….¿podrías contarnos algo de lo que dice ese libro sobre el diablo? Claro, ¿Y vosotros qué me enseñareis a mí? - Dar la vuelta al cartel lo puso todo patas arriba y los días, pocos, que duró la sustitución, todos aprendieron y enseñaron algo y llevaron algo mejor el estar ahí, juntos, confinados en ese aula de esa escuela de ese barrio pobre y conflictivo. 

 Con la educación, padres, madres, maestros, profesoras, nos planteamos qué tenemos que enseñar, cómo tenemos que enseñar, qué tenemos que hacer con - y dar a - nuestros hijos o alumnos para que lleguen a ser de una determinada manera. Etimológicamente educar quiere decir conducir, llevar a alguien hasta algún lugar, y el pedagogo, en su origen, era la persona – normalmente un esclavo - encargada de llevar de la mano a algún lugar a los niños - ya que estamos a los infantes, etimológicamente los sin voz, a los que no se escucha pues no tienen poder para decidir o influir: el último eslabón en la cadena de mando. Llevar a alguien a algún lugar supone conocer el lugar al que se quiere ir y que aquel a quien llevamos lo desconoce. Desde este ángulo, niños y niñas deben ser formados, conducidos, dirigidos. Es lo habitual, en esto andamos. Pero, ¿Y si le diéramos la vuelta?


 Sé que parece increíble, pero todos los adultos hemos sido niños y niñas ¿Lo recordáis? Y todos los que ahora somos adultos hemos dejado de serlo de uno u otro modo, inevitablemente, aunque el niño y la niña que fuimos siga latiendo dentro de nosotros - débilmente en algunas ocasiones, con más fuerza en otros casos. Los niños y las niñas, cuando nacen, tienen la impresionante habilidad de aprender una infinidad de cosas, no sin esfuerzo, pero sí con una persistencia y pericia, con una determinación y aptitud, con una fluidez, que los mayores hemos perdido en gran medida. Sin ninguna instrucción específica las criaturas aprenden a voltearse, sostener su cabeza, erguirse, gatear, reptar, manipular, ensamblar, clasificar, caminar, hablar y volar a otros mundos con la imaginación. Sólo precisan de un entorno adecuado y de una relación de cariño con adultos que andan y hablan con ellos y les prestan atención. Adultos que hemos olvidado en gran medida eso que nos hace aprender y querer aprender, que nos hace querer poner en marcha todas nuestras capacidades y facultades y crecer y jugar y volar. Si le damos la vuelta, somos los adultos que tenemos el privilegio de llevar a niños y niñas de la mano quienes tenemos mucho que aprender de las criaturas y es mucho lo que ellas tienen que enseñarnos: los adultos tenemos mucho que re-conocer. Desde este ángulo, los pedagogos serán quienes acompañen a los niños y las niñas de la mano para descubrir a dónde nos quieren llevar, para recuperar quizás ese paraíso perdido, olvidado, de los orígenes, y que es en verdad el destino al que nos dirigimos ya que también le hemos dado la vuelta al camino. 


 En su libro Los niños primero, la escritora feminista Christiane Rochefort, utilizaba la siguiente fórmula para referirse a algo parecido a esto que refiero, a este posible mundo al revés que uno puede entrever si se pone a hacer el pino: Los adultos deberían rendir su poder a los niños, ponerlo a su servicio. Es una cuestión de enfoque, de perspectiva: esa rendición sería probablemente la mayor de nuestras victorias.

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