Un
grupo de niños piojosos, entre bromas y a modo de burla, planteó al
gran Homero un acertijo que le dejó perplejo. Venía a decir algo
así: cuantos conocemos y aprehendemos esos dejamos atrás, los que
ni conocemos ni aprendemos, esos llevamos encima. La aparente
contradicción sintonizaría con los planteamientos terapéuticos del
psicoanálisis. Elevar al plano consciente algo que opera a nivel
inconsciente es el camino de la sanación. Lo que conozco, lo miro de
frente, me hago cargo de ello, lo que no sé, opera en mí a mis
espaldas. De esta suerte, los males del alma como los piojos, pican
en tanto que nos son desconocidos, una vez localizados, estaríamos
en disposición de librarnos de ellos, arrancarlos y desecharlos. Una
trivialización y distorsión de este postulado del análisis se ha
extendido a un sinfín de escuelas, recetarios y manuales de
autoayuda que por su presencia y profusión en los estantes de las
librerías deben venderse a porrillo. Sea usted consciente, lleve una
vida plena. Muchos de estos discursos beben en espiritualismos nueva
era y otras yerbas gnósticas que nos ofrecen transitar un camino
ascendente hacia mayores grados de conciencia y por tanto de
bienestar. Poco nos importa ahora de estos discursos que tengan
alguna o nula validez, para nuestro propósito es indiferente que
sean útiles guías para ir tirando basadas en planteamientos
científicos asentados, o potajes indigestos de agarrarse los machos.
Lo que aquí nos interesa es eso de que se postule la realización
personal mediante la elevación de la conciencia como el camino hacia
la libertad, la bondad, la sabiduría, la salud, en definitiva, la
llave de la felicidad.
Lo
que aquí intentamos cuestionar es precisamente esta pretensión
personal. La pretensión de alcanzar individualmente la felicidad por
el camino de la expansión de la conciencia y la auto realización.
Lo primero que se nos plantea es que si hay tantos gurús,
terapeutas, guías o coaches ofreciendo la misma mercancía es porque
la demanda debe ser alta, y quien demanda su libertad, su bondad, su
sabiduría, su salud y su felicidad, es porque se sospecha esclavo,
malvado, ignorante, enfermo e infeliz. Quizá no sepa en qué
consisten su esclavitud, su inmoralidad, su ignorancia, su enfermedad
e infelicidad, pero sabe que carece de sus contrarios, y por eso los
busca. Pero si volvemos a los críos cargados de piojos por cuyas
bocas habló a Homero la sabiduría, de lo que se trataría es de
conocer y aprehender no aquello que anhelamos, un cabello limpio y
libre de piojos, si no los piojos mismos.
Porque
nos tememos que pudiera ocurrir lo siguiente, que pretendiéndose uno
cada vez más libre, creyéndose cada vez más bueno, pensándose
cada vez más sabio, sabiéndose cada vez más sano, siendo cada vez
más feliz, no estuviera precisamente impidiéndose conocer y
aprehender su servidumbre, su fariseísmo, su ignorancia, su malestar
y su desdicha. Sócrates mostró que la verdadera ignorancia era la
pretensión de saber. Goethe recordaba que nadie hay más
desamparadamente esclavo que el que erróneamente se considera libre.
Sartre plantea si se puede ser moralmente bueno en un mundo
estructuralmente malo. Un aforismo de Krisnamurti dice que lograr
adaptarse a un mundo enfermo no puede considerarse el patrón de la
salud. ¿Y si fuera así? ¿Y si la verdadera esclavitud fuese la
pretensión de libertad? ¿y si la verdadera ignorancia nunca dejó
de ser la pretensión de saber? ¿Y si la enfermedad fuera
precisamente alcanzar la salud? ¿Y si la bondad moral de los buenos
y justos constituyese la máxima perversión?
Pensamos
que el problema aparentemente dialéctico de cómo una cosa en verdad
es su contrario puede esclarecerse quizá tomando en cuenta lo
siguiente: Si la esclavitud, la enfermedad, la ignorancia y la maldad
son fenómenos sociales, que se construyen en la forma en la que los
animales humanos nos relacionamos y organizamos, la búsqueda de la
libertad, el saber, la salud, el bien y la justicia, deben tener el
mismo sujeto que sus contrarios, las relaciones humanas, no los
individuos concretos.
Sin
embargo, es hoy ampliamente aceptado y parece formar parte tanto del
sentido común vulgar, como de supuestos discursos positivos
cientificistas, que el átomo de la sociedad, la pieza cuyo estudio
nos permite conocer el conjunto, es la persona, cada persona, que
encarna al ser humano. Según este lugar común ideológico, va en
nuestra naturaleza que cada uno de nosotros intente alcanzar el mayor
provecho de cada situación vital, y una suerte de egoísmo racional
y calculador sería el motor y la base de todo grupo humano, que
andando la historia habría encontrado en la llamada sociedad de
mercado, su realización más perfecta. Siendo así las cosas no es
de extrañar que cada cual busque a su modo la manera de alcanzar
dicha realización personal, lo que garantizaría la armonía social.
Al fin y al cabo ya lo dice la sabiduría popular, todos estamos en
el fondo solos y cada palo que aguante su vela.
Todos
tenemos que buscarnos la vida y realizarnos, definirnos, trazar
nuestro camino, nuestro currículum, nuestra carrera, nuestra
felicidad, en nuestras manos está y el resultado plasmado en el
éxito o fracaso social es manifestación de la esencia de cada cual
realizada por su propia libertad y autonomía. Parece que el mandato
conócete a ti mismo se hubiera convertido en no veas más allá de
tus narices. Pero no nos queda más remedio, no. Nuestras sociedades
han convertido a todo individuo en un sancristobalón vadeando el río
con el peso del mundo a cuestas, sólo que cargados con la
autorealización de nuestro destino no somos conscientes de que es el
peso del mundo el que nos aplasta, es el propio mandato de
autorealización que nuestro mundo nos impone a cada cual el que nos
impide autorealizarnos y desplegar nuestras capacidades libremente en
coordinación con los demás.
Por
eso los niños cargados de piojos que hablaron a Homero son una
potente metáfora – si bien uno puede percatarse y quitarse algún
piojo de encima, despiojarse es una labor de reciprocidad, nos
despiojamos, tú me despiojas a mi como yo te despiojo a ti, los
niños se despiojan, usan la primera persona del plural. La
desparasitación mutua es la base del grupo social, su cohesión, no
la autorealización del individuo, la reciprocidad, no la salvación
personal, nosotros, no yo. Es ahí, en ese gesto, donde podrían
hallarse nuestra salud, nuestra verdad, nuestro bien, nuestra
libertad. En tanto en cuanto, necesitaremos algo más de apoyo mutuo
que de autoayuda para ir tirando.